11.8.07

WiP / Mi infancia

Aléksieyi Fiodórovich.
Alejo, hijo de Teodoro.
Aléksieyi Fiodórovich Karamázov, tercer hijo del terrateniente Fiodor Pávlovich Karamázov.
Fiodor Pávlovich: Teodoro, hijo de Pablo.

El segundo matrimonio de mi padre duró ocho años. Su segunda esposa, mi madre, era muy joven cuando se casó. Era sumisa y callada. Quedó huérfana siendo niña, y creció en la casa de su bienhechora, educadora y torturadora, una vieja distinguida, viuda del general Vorójov. Desconozco detalles, pero dicen que una vez la encontraron ya con la soga al cuello, sujeta a un clavo de la despensa: hasta tal punto se le hizo insoportable soportar los caprichos y los eternos reproches de aquella vieja, que por lo visto no era mala, pero a quien la ociosidad había hecho insoportablemente tiránica.
Al casarse, mi madre cambió a su protectora por un protector, mi padre, y los dos fueron maldecidos por la viuda.
Él se dejó seducir por la singular belleza de la inocente joven y, sobre todo, por su candor. “Aquellos ojitos inocentes me atravesaron el alma como una navaja”, explicaba más tarde. Aprovechándose de su mansedumbre, pisoteó hasta las normas más elementales de la vida conyugal. Acudían a la casa, estando ella presente, otras mujeres y allí se organizaban orgías.
Mi madre se murió cuando yo tenía cuatro años. La recuerdo como a través de un sueño. La vieja viuda, al enterarse de su muerte, dijo: “Está bien, Dios la castiga por su ingratitud.”
Tengo este recuerdo. Un tranquilo atardecer de verano, una ventana abierta y los rayos oblicuos del sol poniente; en un ángulo de la habitación, el ícono; enfrente mío, una vela encendida, y ante la imagen sagrada, mi madre, de rodillas, chillando y gritando como en un ataque de histerismo, agarrándome con los dos brazos, estrechándome contra ella hasta hacerme doler, rogando por mí a la Santa Virgen, soltándome luego de su abrazo para elevarme con ambas manos hacia el ícono. Entonces entró la criada y asustada me arrancó de sus brazos.
La cara de mi madre en ese instante era así: enfurecida pero maravillosa.
Son muy pocas las personas a las que confío este recuerdo.
A los veinte años aparecí en casa de mi padre. Me recibió con desconfianza y acabó besándome y abrazándome, con lágrimas de borracho y con un enternecimiento alcohólico.
Me parece que desde muy pequeño todos me querían.
En la escuela solía quedarme pensativo y retirarme a un rincón a leer. No obstante, era el predilecto entre mis compañeros. Todos querían acostarse conmigo durante la hora de la siesta. Yo no oponía resistencia. Me dejaba. Raras veces hacía travesuras, raras veces estaba alegre. Era apacible y sereno.
Nunca quise destacarme, quizás por eso nunca temí a nadie. No me enorgullecía de mi intrepidez; al contrario, hacía como si no comprendiese que era valiente e intrépido. Nunca recordaba las ofensas: enseguida me olvidaba, porque creo que no consideraba ofensas a las ofensas.
Lo único que no podía tolerar eran ciertas palabras y conversaciones acerca de las mujeres. Mi pudor era feroz, y mi castidad, salvaje. Me tapaba los oídos con los dedos, y mis compañeros se acercaban y a la fuerza me quitaban las manos de las orejas para gritarme obscenidades. Yo quería escapar, me tiraba al suelo, y me cubría la cabeza, en silencio, sin decir una palabra ni insultarlos. Después se cansaron y me dejaron en paz. Y ya no me llamaron “nena”; al contrario, me miraban con algo que yo creía era compasión.
No terminé la escuela: todavía me faltaba un año cuando decidí volver a casa de mi padre.
Su primera pregunta fue: “¿Por qué dejaste la escuela?”
“Busco la tumba de mamá.”
“Te parecés a ella, a la posesa.”
“Quiero entrar en el monasterio.”
Y mi padre dijo: “Te inflamarás, te apagarás, te curarás y volverás acá. Yo te voy a esperar. Eres el único que no me ha insultado, me doy cuenta, no puedo no darme cuenta.”
Después se puso a llorar. En el fondo era sentimental. Malo y sentimental.

En mi infancia y juventud fui poco hablador, pero no por timidez o sombrío retraimiento, sino más bien, al contrario, por otra cosa, por una cierta preocupación interior, estrictamente personal, que no concernía a los demás, pero de tanta importancia para mí que me llevaba a olvidarme de los demás. Amaba al prójimo, y nunca nadie me tuvo por un bendito o un hombre ingenuo. Parecía que lo aceptaba todo, sin reprobar nada, si bien a menudo me entristecía muy amargamente.


Texto leído por Pablo Rotemberg en el Rojas / WiP · 6 y 13 de agosto 2007.


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