5.6.08

En Crítica Teatral dijeron esto

Los Sensuales
La octava maravilla


Un padre espera. Sufre. Muere. A mazazos. En la cabeza. Asestados de algún modo por sus cinco hijos, que no saben (o tal vez no quieren saber) que son hermanos. Alejandro Tantanian y el más maravilloso grupo de actores que se podría juntar sobre un escenario hacen de esta escena de apertura la más determinante, potente, poética y multigenérica del teatro contemporáneo. La expresividad corporal y gestual de un fantasmagórico Ciro Zorzoli (en el papel de Teodoro Tigrov, el padre asesinado) es lo primero que se muestra al público. La atención (y la tensión) se activa entonces en el espectador, para no desactivarse hasta mucho tiempo después de abandonada la sala. Una música intrigante, de una potencia inaudita, comenzará a sonar, y sus cinco hijos surgirán desde el fondo de la escena, manejados por una fuerza irrefrenable, cual marionetas, en una magníficamente orquestada coreografía que, sensuales y violentos, con los ojos fuera de sus órbitas y la sangre hirviendo en sus cuerpos, los acercará, paso a paso, a la concreción del acto horrible que desatará la tragedia: el parricidio. Y el espectador ya no podrá escaparse: ha sido atrapado en las garras de los sensuales. Ya sabe (o cree saber) lo que le espera: música, coreografías, canciones, y una magnánima tragedia. No sospecha aún que estos elementos en mano de los nueve actores que dominan la escena pueden crear un coctail imprevisible que tal vez, si se fuera precavido y miedoso, debería ser bebido con moderación. Pero si algo no hay en esta puesta, es moderación; y el público lo sabe, lo festeja, y se entrega, con los ojos bien abiertos, a la desmesura de la pasión, la sensualidad y un teatro cien por ciento sanguíneo.
Tras esta muerte inicial, Odette Malheur (amante de Tigrov, hermana gemela de su ex esposa, ya muerta), lanza una maldición: los hijos de Teodoro pagarán por su muerte. Una nube tóxica se impone entonces sobre estas tres familias que, en el fondo, son una sola. Por un lado, los Malheur, quienes creen tener el poder en un principio. Y por otro, los Tigrov y los Richardson, hijos del muerto. La desaparición del padre conlleva una muerte de la ley, una subversión de los valores. En este caso, la maldición de Odette se expresa en un ardor en la sangre de los hijos, que parece llevarlos a querer unirse, mezclarse, fusionarse con su propia sangre. Amores entrecruzados entre parientes: correspondidos, cambiantes, no correspondidos. Pasiones incontenibles que brotan de los cuerpos, de las bocas, de las almas. Vidas vividas en un segundo. Un descontrol que sólo podría acabar en la tragedia.

La génesis de Los sensuales fue tan abierta que permitía arribar a cualquier resultado: Alejandro Tantanian se propuso en un principio trabajar con estos nueve actores y tomando a Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievski, como punto de partida. Nada más estaba dicho y, de esta indeterminación inicial, propicia para las más variadas aventuras, se fue gestando la obra, que en algún momento iba a ser una revista y acabó convirtiéndose en un melodrama. Puede que haya habido mucho de juego en este proceso de gestación colectivo, porque lo lúdico se impone en el escenario. El trabajo de Pablo Rotemberg en las coreografías (sobre todo en el espléndido número que comparte con Diego Velázquez) da cuenta de esto. Y cuando las palabras ya no pueden decir lo que quiere expresarse, se abren paso las canciones, originales e interpretadas en vivo, como última vía por la que se desborda la presión sanguínea, pasional y sensual de cada uno de los personajes.
El vestuario dice también algo de ellos: nos habla de sus realidades, de sus sueños, de lo que son, del lugar en el que se plantan en la vida (una Odette Malheur de pasos pesados, duros y severos, dados con unas rústicas plataformas; un Damien Richardson contenido, introvertido y nervioso, prolijo y acotado en unos límpidos tonos pasteles; un William Richarson joven y vivaz alrededor del cual se van a desatar las más profundas y violentas pasiones, que desencadenarán en la tragedia, envuelto en un llamativo azul eléctrico). Una iluminación sutil colabora en la creación de un ambiente tan poco realista como poético y una escenografía mínima y sencilla permite que un mismo espacio se transforme en infinitos ambientes. El minimalismo propuesto desde estos dos rubros es una elección acertadísima para compensar los desbordes actorales, coreográficos y musicales de la escena.

Los actores se destacan (todos) en sus interpretaciones. Diego Velázquez es mágico como el enamoradizo Mijail Tigrov, un niño inocente siempre al borde del llanto con la sangre alborotada y el corazón cambiante. Pablo Rotemberg deslumbra una vez más con sus dotes como bailarín y pianista. Nahuel Pérez Biscayart, al mismo tiempo fuerte y vulnerable, es un perfecto objeto de deseo en torno al cual se enredan las más diversas pasiones. Javier Lorenzo se destaca como el sensual más sufriente, con la pasión más contenida. Mirta Bogdasarian estalla de amor en escena. Ciro Zorzoli deslumbra como aparición de ultratumba y Stella Galazzi, Gaby Ferrero y Luciano Suardi conforman una tríada de maléficos hermanos a los que nada les sale como lo habían planeado.
Con estos nueve actores, claro, nada podría salir mal. Con esta dramaturgia, tampoco. En un espacio tan sensual y acogedor como la sala Los Mansos, del Camarín de las Musas, menos. Y así sucede, al fin. En Los sensuales, nada sale mal. Todo es perfecto, como un ensueño. Al espectador sólo le queda entregarse, abrirse, dejarse llevar por un espectáculo que le hará recordar que esto, justamente algo como esto, es lo que hace del teatro la octava maravilla del mundo.

Anabella Castro Avelleyra

1 comentario:

antes_del_anochecer dijo...

Gracias por dejarme formar parte, de algún modo, de este blog.
Y por darle tanta belleza a este mundo.
Sí, me enamoré de Los Sensuales, qué se le va a hacer!
Besos!
Anabella